Ha pasado mucho tiempo desde que éramos pequeños. En este tiempo, nos lo hemos pasado bien, hemos reído, llorado, hemos cometido errores, nos han querido, valorado, nos han decepcionado. Hemos aprendido de todo ello, hemos cambiado. Nos han adoctrinado, vestido de normas morales.
Somos pájaros, polinizamos todo de aquí para allá, repartimos nuestras cosas buenas y malas sobre una multitud de seres humanos, que alguna vez fueron niños como nosotros. Cada persona que pasa por nuestra vida nos aporta una semilla que florecerá en nosotros e irá formando nuestro carácter. Somos una mezcla de todo lo que nos rodea. Vamos creando una cáscara cada vez más grande alrededor de nosotros mismos, de seguridades e inseguridades. Creamos miedos, preocupaciones, exigencias, y a veces es tan grande la bola que todo se vuelve demasiado hostil, complicado. Nos castigamos, nos premiamos. Nos lamentamos, sentimos pena de hasta donde hemos llegado, de cuanto hemos cambiado. Orgullosos de lo que hemos aprendido, pero alejados de nuestro propio ser. A pesar de todo, miro hacia dentro y creo que, en realidad, detrás de toda esa coraza, muy dentro de mi, no he cambiado nada. Ahora más triste, más desconfiada, pero sigue estando... la niña que un día fui.