El
último estertor
La
vida es una habitación con miles de ventanas. Elías, a lo largo de
la suya, consiguió abrir la ventana del respeto, entre otras igual
más livianas, que se abrían sin más, casi sin poder evitarlo y que
fueron forjando su carácter. Era un hombre ya entrado en años, las
arrugas en su cara, en sus manos, narraban su poema más largo, la
más bella y a la vez trágica historia jamás contada, de la que solo él conocía hasta los más ínfimos secretos, a pesar
del brusco barrido que había hecho su gastada memoria. Pese a esto,
seguía siendo un hombre muy avispado a sus noventa y dos años. Aquella
noche, cogió su vaso de aluminio y bebió un pequeño sorbo, para
volver a posarlo sobre la mesita de nogal, uno de los pocos muebles
que acompañaban sus solitarias noches. Se recostó en el lado
derecho de la cama, su lugar de siempre, en el medio una línea
divisoria imaginaria mantenía intacto el otro lado de la cama,
reservado, cómo si ella nunca se hubiese marchado. Un profundo respeto que conservó aún después de su muerte, un valor útil,
solidario, recíproco, que no necesitaba de nada más, un escudo de
paz y tranquilidad, la quietud de las aguas. Casi a tientas, con las
manos temblorosas buscó el cordón del que colgaba la pera para
apagar la luz. Un clic y llegó la oscuridad, al segundo sus pupilas fueron dilatándose y la plena negrura pasó a ser penumbra.
Aunque ya estaba acostumbrado, había momentos en que no podía evitar sentir angustia, una sensación de falta de espacio interno, de presión en el pecho cómo si el corazón quisiera abrirse paso a través de los pulmones. Poco a poco esa sensación fue desapareciendo a medida que el silencio se hacía a un lado y se iba meciendo en sus pensamientos. Estaba más cansado de lo normal, le pesaba el cuerpo, no cómo cuando duelen los huesos, sino una sensación de sosiego, de calma. Con los ojos casi cerrados, estiró el brazo izquierdo cruzando el lado prácticamente incorrupto de la cama, posó la mano y entrelazó los dedos con las arrugas formadas en las sábanas de franela y se durmió. Su respiración se hizo cada vez más pausada . Un estertor de muerte rompió el silencio a la vez que Elías apretaba sus dedos al otro lado de la cama. Una sonrisa se dibujo en su rostro para quedar petrificada en ese mismo instante en el que todo se paró. La quietud se apoderó de la habitación. Mientras, Elías reposaba ya sin vida en la habitación en la que tantas veces había pensado cuando llegaría ese momento.
Aunque ya estaba acostumbrado, había momentos en que no podía evitar sentir angustia, una sensación de falta de espacio interno, de presión en el pecho cómo si el corazón quisiera abrirse paso a través de los pulmones. Poco a poco esa sensación fue desapareciendo a medida que el silencio se hacía a un lado y se iba meciendo en sus pensamientos. Estaba más cansado de lo normal, le pesaba el cuerpo, no cómo cuando duelen los huesos, sino una sensación de sosiego, de calma. Con los ojos casi cerrados, estiró el brazo izquierdo cruzando el lado prácticamente incorrupto de la cama, posó la mano y entrelazó los dedos con las arrugas formadas en las sábanas de franela y se durmió. Su respiración se hizo cada vez más pausada . Un estertor de muerte rompió el silencio a la vez que Elías apretaba sus dedos al otro lado de la cama. Una sonrisa se dibujo en su rostro para quedar petrificada en ese mismo instante en el que todo se paró. La quietud se apoderó de la habitación. Mientras, Elías reposaba ya sin vida en la habitación en la que tantas veces había pensado cuando llegaría ese momento.
Verónica
García Novoa
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